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domingo, 13 de junio de 2010

DETRAS DE LOS MUROS (CRONICAS DEL MUNDIAL)





HABLEMOS DE FÚTBOL


Por Víctor E. Tomaselli

El trámite era conocido, mil veces repetido, empezaba con el miedo al frío. El celador me abrió la puerta en lugar de echarme la doble llave.

—¡Salga! —me dijo con cara de piedra.

Como estaba sin chaqueta, cosa permitida a esa hora, aproveché y me puse el pulover verde, de lana gruesa, que me había tejido la tía Lelia. Me coloqué la chaqueta encima. Era un uniforme de verano, una especie de dril ordinario, color azul. Mis mocasines fueron haciendo el consabido toc, tac, que sonaba inmenso en esas horas de silencio. Ya estaba un tipo el cuerpo de requisa en la leonera, la salida del pabellón. . Me preguntaron el nombre con la amabilidad de siempre, a los gritos: (.....)


—¡Nombre! —porque a todos nos tenían que sacar con un remito, que decía nuestro nombre y a cargo de quién estábamos. Esto pensábamos nosotros, aunque nunca leímos los papelitos.

—García Carlos Eduardo, señor celador —ya habíamos librado el combate retardatario acerca de este “señor celador” y lo habíamos perdido.

Le paso la muñeca a través de la reja entreabierta y me pone la “cadena de conducción reglamentaria”, es decir una cadena que para los perros bravos se llama collar de ahorque. Tiene unos filos que se te van clavando en la medida que la aprietan, cosa que les gusta hacer. Con una especie de paso de baile salgo y en el momento que paso la pierna ya voy doblando el brazo encadenado, porque me lo van a poner a la espalda y prefiero hacerlo yo. Hacemos dos pasos y está la otra reja, de nuevo la ceremonia del nombre y lo digo y paso la tercera reja, después de otros dos pasos más otra vez el nombre y la respuesta.

Vamos por un pasillo a la requisa, de ahí a los calabozos son sólo unos metros.

Todo está en una semipenumbra porque hay pocas luces encendidas. El sol se puso como a las cinco de la tarde y deben ser como las veinte treinta, o poco más. Entramos en una puerta a la izquierda del pasillo, que es, como decía, la sala de requisa. Me dejan en un rincón con la cara contra la pared, las manos atrás. Escucho que hablan algo por lo bajo, entiendo que se refieren a una sanción. De pronto escucho que casi al lado mío me gritan:

—¡Dése vuelta! —cosa que hago siempre con las manos atrás.

—Desvístase —y me debo desvestir e irle alcanzando la ropa para que la revise. Va dejando a un costado sólo el uniforme y los zapatos, toda la otra ropa, la camisa, camiseta, pulover, medias y el calzoncillo, lo pone aparte.

—¡Levante los brazos! —los levanto.

—¡Muestre las manos! —las muestro.

—¡Abra la boca! —la abro.

—¡Levante los testículos! —los levanto.

—¡Dése vuelta! —Me doy.

—¡Levante los pies! —los levanto para atrás, para que vea las plantas.

—¡Los cantos! —se refiere la bestia a las nalgas, que se deleita mirando el vicioso.

Terminada esa violación, porque es el mismo enfermizo que me quería hacer correr delante de todos y no corrí, me dice:

—¡Vístase! —y patea hacia mí el montón de ropa que es el uniforme y los zapatos.

Me lo pongo con la resignación de aguantar el frío y lo que sea.

—Me pasan la cadena a la muñeca y mientras empieza a decir: “Así que no querías correr”. Me da vuelta torciéndome el brazo y me va llevando a la puerta que separa la requisa de los calabozos.

Me pega dos piñas en el costado izquierdo, que la verdad no me dolieron, porque hacemos mucha gimnasia, aunque está prohibido, y los músculos están durísimos. Claro que además, en ese momento tengo veintiún años y pese a todo estoy hecho un fierro.

Me toca el anteúltimo calabozo. El olor al entrar causa una gran repugnancia, porque no hay ventilación y hay un profundo vaho a amoníaco de pises viejos, mezclado con lo que uno identifica como el olor del sufrimiento.

Estoy tranquilo, porque por lo menos terminó el trámite y ahora sólo me resta saber cuántos días de sanción me darán, esto puede demorar un poco. Pero en definitiva ninguno de nosotros sabe el tiempo de condena, porque ese es el gran suplicio de los presos políticos, estamos acá hasta que cambien las condiciones del país. En este momento estamos pasando por la más feroz de las dictaduras que sojuzgaron la Argentina, el golpe del 24 de marzo de 1976, estamos en Rawson, donde somos unos doscientos cincuenta presos políticos, en su mayoría dirigentes de diversas agrupaciones y sindicatos. Aquí estamos desde los del Ejercito Revolucionario del Pueblo, que tomaron cuarteles en el ‘73 y ’74, gente de los Montoneros, gente de las FAP (Fuerzas Armadas Peronistas) y otros grupos más pequeños, como la OCPO y sindicalistas como los metalúrgicos de Villa Constitución. Después supimos que había miles de personas en campos de concentración —el informe de la CONADEP señala en 1984 que en el período existieron más de trescientos centros clandestinos de detención—. Nosotros habíamos sido detenidos antes del golpe de estado y por eso estábamos vivos. Aunque nos hacían las mil y una y pagamos el precio de seis suicidios. Pero me fui por las ramas. Eso es una de las cosas que pasa acá, tratan de anular el pensamiento conciente y que desarrolles el pensamiento fantasioso. Así se pierde la noción de la realidad y uno es un pobre instrumento en manos de estos aprendices de brujo.

Pero estoy en el calabozo con un frío de locos. Me pongo a hacer gimnasia para entrar en calor. Me saco los zapatos para correr en este dos metros por uno. Despacio para no hacer ruido. Cuando escucho que se van apagando los sonidos de al lado, en el cuarto de requisa, saludo en un susurro a mis eventuales compañeros de infortunio.

—¡Hola! Soy García, del pabellón dos.

—¡Hola! Yo soy Fernández, del uno.

—¡Hola! Soy Galetti, del cuatro.

—¡Hola! Soy Meilán, del cinco.

Nos quedamos callados porque hubo un roce en a puerta.

Luego vino el recuento de las veintidós, nos prendían la luz, pues los calabozos están a oscuras y uno tiene que hacerse el tonto. Ese recuento se hacía cada dos horas.

Pasé la noche haciendo gimnasia, para entrar en calor, cuando lo hacía dormía un rato, hasta que empezaba a temblar de frío, ya era a fines de mayo y el frío se hacía sentir. Pero como teníamos experiencia y vimos que los compañeros que se quedaban quietos terminaban en la enfermería, sabíamos que había que moverse, apelando a toda la fuerza de voluntad.

En el país real se vivía otra cosa, algo nos enterábamos por las visitas, nuestra única fuente de noticias, porque no teníamos diarios ni radio ni nada. ¿Qué cosa se vivía? Pues el Mundial de fútbol del ’78, que comenzaba en unos pocos días, en Junio. Había una serie de especulaciones acerca de qué pasaría en el transcurso del mundial, la verdad es que de fútbol yo nunca entendí nada. Sabíamos sí, que se estaba aprovechando el foco mundial de las noticias para publicitar la situación de feroz represión que se vivía. Eso lo seguíamos junto con los discursos de Patricia Derian, la encargada de derechos humanos del presidente Jimmy Carter. En tanto, ¿qué pasaba por las febriles mentes de nuestros represores particulares, propios y específicos? De eso nos enteramos después. El asunto es que al amanecer después de esa noche casi insomne nos traen el “desayuno”.

De a uno nos fueron abriendo los calabozos y nos llevan hasta el fondo, donde en el piso hay una bandeja con siete jarritos cuyo contenido es un centímetro de mate cocido. Debíamos retirarlos para tomarlo cada uno en su “cuarto”. Hasta ahí todo “normal”. Estabamos esperando la posibilidad de hablar en susurros, cuando serían las diez de la mañana y de pronto se abre la puerta de la requisa. El movimiento es precipitado y el corazón se nos acelera. Abren el primer calabozo:

—¡Salga!

El compañero sale y le ponen la cadena, va al trote, ya en carrera el primero, le abren al segundo. Cuando llega mi turno veo que están los otros compañeros de cara a la pared y todo el cuerpo de requisa en ala sala, deben ser como catorce, más de diez seguro.

Hay ruido de rejas. Nos van llevando de a uno hacia el fondo. Toda la ceremonia del nombre y del señor celador. Una reja, dos, tres, cuatro y cinco y seguimos, una escalera…dos rejas más. Estamos en el Pabellón ocho y todavía lo escribo con mayúsculas. El pabellón tiene unos ventiletes arriba del techo que, por supuesto, están abiertos. El frío es terrible. Nos van ubicando en el pabellón abierto que tiene cuarenta y dos celdas vacías. Cada ocho celdas, más o menos, ponen un “sancionado”. Cambiamos el dos por uno por las celdas de uno setenta por dos. Pero con ventana. Condiciones humanitarias acordes con el mundial de fútbol. Aunque de eso nos vamos a dar cuenta con el correr de los días. Pasan las horas y la comida del almuerzo me llama la atención, vino un guiso de arroz con lentejas para servirse a discreción, si lo comparamos con el desayuno el cambio era notable.

Estamos a dos de junio. Faltan pocos días para el mundial. A la tarde, para sorpresa de todos nos van sacando de a uno y nos llevan a bañar. Cosa impensada, hasta ahora para los sancionados. Yo aprovecho todo el día para mirar por la ventana, se ve el patio trasero de la cárcel, lúgubre en sí mismo, salvo por las bandadas de gaviotas que inundan el espacio. ¡Qué sensación de libertad! Ver una gaviota volando libremente después de años de cárcel y ¡qué cárcel! Eso casi compensó los días de sanción. Pero ahí no terminaban las sorpresas. Esa noche, cuando llegó el recuento de las diez, nos van sacando de a uno a buscar: ¡un colchón! Y una manta. Muy diferente de las noches anteriores. Tendríamos colchón hasta las seis de la mañana. ¡Viva el mundial! Pasaron dos días, siempre uno ateniéndose a los ruidos, y los acontecimientos que iban jalonando cada jornada. Al tercer día nos abrieron las celdas. Nos levantaban la sanción pero nos quedábamos todos en ese pabellón. Nos pusimos a hablar hasta por los codos. Al rato nos traen los efectos personales, como si fuera una mudanza. Es extraño estar en un pabellón para 42 y ser sólo unos pocos. Nos contamos y casi nos reímos. Puestos a analizar nuestra situación no podemos encontrar parámetros para comprenderla. Algo sabemos con seguridad, la composición política del conjunto es casi un reflejo del conjunto de la población del penal: “hay de cada pueblo un paisano”, es decir, cada organización tiene un representante entre los sancionados. La segunda característica: Todos fuimos “sancionados” por motivos nimios, como el mío de tener la luz de la celda encendida “sin autorización”. Propongo comunicarnos con los compañeros de abajo, para poder sacar alguna conclusión. Al otro día ya estoy en la celda sin que me abran. Resulta que hay uno que salió a hablar con el jefe de seguridad interna y planteó mis inquietudes de comunicarnos con los compañeros. Resultado: vuelta a ser sancionado y me sacan todas las cosas. Eso sí, puntualmente a las 22 horas tenía el colchón y una manta, que eran retirados a las seis a.m. El día de inauguración del mundial nos encienden la radio, es como una burla extraordinaria y uno escucha Kempes y los nombres de los jugadores. En las tandas de publicidad me sorprende escuchar una voz que me había acompañado desde la radio en mi ciudad natal desde la infancia. Eber Ochoa, aquel de las transmisiones de OJO en la Ruta en Bahía Blanca, me hablaba desde el parlante diciéndome de las bondades de tal hotel o de la fábrica Soriano. ¡Esa voz…!

Me emocioné mucho, no quise llorar, porque uno se arma muy trabajosamente de una coraza, para que una voz te haga bajar las defensas, pero las lágrimas insistieron en salir, lentas, pero salieron.

FIN

EPÍLOGO: Cuando volvimos a los pabellones “normales”, nos enteramos que las autoridades del penal habían llamado a un detenido de cada pabellón para decirles que si había “algún disturbio” durante el mundial los “sancionados” éramos quienes pagaríamos las consecuencias. Fuimos los rehenes, el seguro del mundial ’78 en la Patagonia argentina.




GRACIAS VICTOR, POR TU APORTE, POR TU SENCIBILIDAD, Y TU COMPROMISO A PESAR DE TODO LO SUFRIDO.
"El Lobo"





1 comentario:

  1. Me gusta tu blog. La primera vez que paso.- Te mando un abrazo militante desde La Pampa.

    Saludos.

    lapampaperonista.blogspot.com

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